lunes, 16 de febrero de 2015

The training time


Hablar inglés es uno de los requisitos indispensables para poder trabajar en las compañías de cruceros norteamericanas; tiene lógica por supuesto, los puertos de embarcación como Miami, Fort Lauderdale, New York, New Jersey, Orlando, San Diego y Port Canaveral, por sólo mencionar los más importantes sólo en los Estados Unidos, traen a los barcos de crucero un altísimo porcentaje de pasajeros angloparlantes; por lo tanto la tripulación que atiende las necesidades de dichos huéspedes debe hablar inglés, si no perfectamente, por lo menos tener un alto dominio del idioma.

Yo hablaba inglés, claro, o eso creía después de presentar un par de entrevistas en mi país de orígen y que sin muchos preámbulos, me dieran el sí, para embarcarme; además de haber obtenido siempre brillantes notas en la escuela, cuando de inglés se trataba. Por supuesto, siendo originaria de un país latinoamericano, hablaba el idioma con un acento bastante marcado y viajé a los Estados Unidos sin imaginarme que me iba a enfrentar a diversos acentos de un idioma que no era el mio, y que aunque lo hablara, no era algo que hiciera cotidianamente y por lo tanto no estaba tan familiarizada como yo misma lo pensaba.

De entrada dos supervisores caribes, de esos para los que un latino es un español más, por el simple hecho de tener un idioma en común, se las arreglaron como pudieron para darme un par de instrucciones y decirme a grandes rasgos lo que debía hacer. Entre lo más destacado, que un jamaiquino (muy agradable para variar, entre sus paisanos), me dio a entender, era que debía asistir a varios entrenamientos por día, durante mis dos primeras semanas a bordo del barco y que no debía perder ninguno, porque si lo perdía podían sancionarme. En principio lo tomé como algo natural; era lógico que una vida tan diferente de la que se lleva en tierra, tuviera de por medio un entrenamiento, o una serie de ellos para hacer más fácil la adaptación del nuevo tripulante a la vida marina. Con lo que yo no contaba, era con que debería alternar los dichosos entrenamientos (eran hasta 3 o 4 por día), con el exigente horario de trabajo (que incluía, madrugar) y con las funciones laborales de la posición, que aún no entendía a cabalidad. Pero lo peor vino después, cuando frente a mis ojos y oídos, fueron desfilando tras de sí, un inglés, un suizo, un jamaiquino, una canadiense, una mexicana, un par de caribes, un croata, algunos rumanos y uno que otro estadounidense, de los cuáles, sólo la mexicana y por razones que son obvias, tenía compasión del poco dominio idiomático que tenía en aquel momento y pasado el training se dedicaba a aclararme puntos que no había entendido (el 80% de lo que había hablado). Era una continuidad imparable de videos, diapositivas, imágenes y risas, exclamaciones de admiración o miradas intencionadas de parte de los que sí entendían, y yo por supuesto, sólo me dedicaba a mirar al frente intentando parecer lo más tranquila posible, para no llamar la atención del entrenador y que empezara con preguntas que yo, con dos días a bordo del barco, no iba a poder responderle.

Al finalizar el segundo día, había decidido continuar con mi estrategia de posar de entendida frente a todos y tratar de disfrutar de la complicidad de una buena amiga que conocí por aquellos días, y que aunque hablaba dos idiomas más que yo, no tenía un dominio mayor que el mio en lo que al inglés respectaba y por fortuna hablaba también español. Lo que nunca me imaginé, fue que superado el interés inicial, por la novedad del barco y el estado de expectación y sorpresa, propios de cuando uno se enfrenta a una nueva situación, mi organismo iba a empezar a cobrar el precio del súbito cambio de vida. Por supuesto yo nunca he sido campeona en lo que a madrugar respecta y mis anteriores trabajos nunca habían demandado tanto esfuerzo físico como este, por lo que empecé a acumular cansancio, a demandar más horas de sueño y sumado a eso, el esfuerzo mental por entender instrucciones, preguntas y demás, me dejaron al tercer día en un estado de sueño, del que no fui consciente, sino hasta que me senté en la sala de entrenamientos, para mi segunda conferencia del día. Para colmo de males, nunca supe concluír con certeza, si era la luz de la habitación, la voz monótona o simplemente el hecho de que no entendía ni un 20% de la charla a toda velocidad, pero al cabo de diez minutos de entrenamiento, mis ojos comenzaban a cerrarse de forma involuntaria y mi cabeza a caer por efecto de gravedad, sin que yo pudiera hacer mucho para contenerme. Despertaba tras un violento cabeceo, asustada de pronto de que el entrenador lo hubiera percibido y me obligara a pasar al frente, o en el peor de los casos me preguntara algo, a lo que yo iba a quedar completamente en silencio. Por fortuna, nunca notaron lo que pasaba, y puesto que al parecer no era la única, empecé a relajarme más y a tratar de distraerme charlando en español con mi amiga, para no caer en la somnolencia y evitar así alguna situación incómoda. Claro que no siempre podía hacerlo, porque algunos de los entrenadores, eran de esos que aman el auditorio en completo silencio, mientras ellos hablan, por lo que tenía que recurrir a otros métodos para evitar dormirme frente a todos, como pellizcarme los brazos o enterrarme un poco las uñas, para que el dolor físico me mantuviera despierta, pues había perdido completamente el control de mis ojos y mi cabeza.

Nunca supe qué dijeron en la mayoría de aquellos entrenamientos, especialmente en aquellos en los que sólo había charla y más charla. Algunos en los que el instructor se apoyaba con videos o imágenes, me ayudaban un poco, pero en general sentía que estaba asistiendo a las clases de cálculo de la escuela, porque al igual que allí, nunca entendía mucho. Al final y haciendo cuentas, entendí los prácticos, porque el de supervivencia en el océano, lo hicimos dentro de una piscina y no estaba el elemento monótono del resto y porque siempre he amado el agua, y el de extinción de fuego, porque el sueco que lo dictó, me quitaba el sueño y aparte decidió que siendo nueva, debía llevar a cabo los ejercicios delante de todos para que los entendiera correctamente y al final me sorprendió con un par de palabritas en español, que junto a sus ojos color zafiro, me alegraron el día.

Pero lo más divertido, fue siempre el final de cada entrenamiento, cuando con aquella inolvidable amiga, nos hacíamos siempre la misma pregunta y obteníamos de la otra la misma respuesta:
 "-¿entendiste algo?- No- Ah ok, yo tampoco-.

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